Recordando a Gonzalo Torrente Malvido. Apuntes para unas estampas madrileñas (III)
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Conocí a Gonzalo Torrente Malvido en 1987, en un despacho que Antonio Huerga y Sagrario Fierro, entonces Ediciones Libertarias, tenían en el número 66 de la Gran Vía. Él acaba de publicar Teorema del mal y yo Hotel Savoy, mi primera novela. También fue en aquella colección, la de nueva narrativa española puesta en marcha por Huerga y Fierro, donde Malvido dio a la estampa sus Cuentos recuperados de la papelera. En ambos casos escondió su primer apellido tras su inicial. Yo mismo me enteré de quién era cuando me lo dijo la mayor arribista que he conocido en mi vida, a la que frecuenté mucho durante doce meses.
Lejos de esos afanes de triunfos mezquinos, Gonzalo T. Malvido no quería glorias a costa de su padre, Gonzalo Torrente Ballester. Y bien es cierto que lo consiguió. Ya en sus últimos días, en las mismas entrevistas en que se daba noticia de que estaba durmiendo en un banco de la calle, se quejaba de la forma en que el pasado año se le ignoró en las conmemoraciones del centenario del nacimiento de su progenitor. Puede que el estigma con el que le marcó la literatura oficial sea tan discutible como la gloria que esa misma literatura concede a sus favoritos. Pero que Malvido hubiera podido decir mucho sobre el autor de sus días es algo que cae por su propio peso.
No hay ninguna taquilla donde editores, críticos y -lo que es peor- distribuidores de las prebendas oficiales repartan las bendiciones y maldiciones. Sin embargo, eso es una práctica tan frecuente que incluso puede verificarse en la escasez de noticias necrológicas que ha provocado el óbito de mi amigo Torrente Malvido.
No hace mucho, con motivo de la prematura muerte de un celebrado escritor, proliferaron los textos de dolor por su pérdida en Facebook. No crítico nada, sólo constato. Pero doy fe de que no he visto ni un solo apunte de dolor tras el fallecimiento el pasado lunes de Gonzalito, que le llamaba Moncho Alpuente cuando me contaba cómo el finado fue preso por una historia concerniente a unas máquinas de escribir.
La calidad de una obra literaria siempre es algo subjetivo, nunca una ciencia exacta. Para enemistarse con quienes las ensalzan, subvencionan y promueven basta con no alagar sus opiniones. Fue la Iglesia la primera en elaborar un índice de libros prohibidos. Dicho de otra manera, fue la Iglesia la primera que maldijo y bendijo a escritores. Luego llegó el Estado. A las maldiciones de esa administración, que se le llama eufemísticamente al estado, no tardaron en unirse las de los críticos y últimamente las de los gestores culturales. Sólo siendo consciente de semejante cadena de arbitrariedades -¿qué derecho hay a denostar una obra porque su autor no sea solidario o no se atenga a cualquier otra de las normas del canon?- puede llegar a entenderse que el gran Philip K. Dick -que es a la ciencia ficción contemporánea algo así como H. G. Wells a los albores del género- publicara en ediciones baratas y viviera en la necesidad constante. Pero no divaguemos.
Mucho antes de sus sonadas polémicas con Francisco Umbral y Arturo Pérez Reverte, me da la sensación de que Gonzalo Torrente Malvido quedó estigmatizado de por vida en 1968. Aquel fue el año en que ingresó en prisión. Pero no por motivos políticos, como hubiese sido debido en el tiempo de todas las revoluciones. Fue condenado, parece ser, por suplantación de personalidad. A mí se me antoja que estaba detrás esa historia de las máquinas de escribir que me contó Moncho Alpuente. Lo cierto es que el director de aquella cárcel fue quien le comunicó que había ganado el Premio Sésamo con su novela Tiempo provisional. En aquella reclusión se dedicó a las traducciones.
Ya en los años 90, cuando yo le traté mucho en el Cañi de la calle Santiago, Torrente Malvido era todo un clásico en la bohemia madrileña. Recuerdo que tenía un billete de un dólar, no sé por qué con la efigie del Che Guevara, del que, convenientemente enrollado, se valía para darse a determinados placeres. Era un buen compañero en la alta madrugada, que hablaba de su reclusión en París junto a Leopoldo María Panero, el gran maldito de nuestras letras aunque siempre ha ejercido de hijo de Leopoldo Panero, el antiguo director del Instituto de Cultura Hispánica, uno de los grandes poetas falangistas. Y es que no hay reglas que valgan en el reparto de maldiciones y bendiciones.
Torrente Malvido, que al igual que Alejandro Sawa -el triste patriarca de la bohemia finisecular decimonónica madrileña- alternó los tumbos en nuestra ciudad con los dados en la capital francesa, arrastró su estigma por la calle de Alcalá, donde me le encontré en numerosas ocasiones. Recuerdo especialmente una en que andaba yo en una de mis borracheras matinales para hacerme a la idea de que La Parca se acababa de llevar a mi queridísima perra. Era un 23 de abril y coincidimos en una de las primeras lecturas concelebradas de El Quijote del Círculo de Bellas Artes. Yo estaba de espectador, por supuesto. Nada colectivo es asunto mío.
"A los cuarenta años, yo también bebía", me dijo en otra ocasión, cuando quien esto cuenta rondaba esa edad y arrastraba un ciego por las cervecerías de los aledaños de la Plaza Mayor. Aquel mediodía, cuando yo le comenté que no encontraba editor para mis ficciones, me dijo que él nunca había tenido problemas para publicar las suyas. Creo que nunca fue consciente de la dimensión de la maldición que obraba sobre él.
Culto y buen conversador, como es debido en la gente de letras, en aquella ocasión también me habló del totalitarismo de Giménez Caballero y otros escritores falangistas a los que conoció de niño por la amistad que mantuvieron con su padre. Aquello fue en el año 2002.
Ya metidos en el siglo XXI coincidimos con frecuencia en los bares de Lavapies. En el Candela, por supuesto, y en el efímero Artépolis. Fue en este laberíntico local donde mi amigo Gonzalo presentó su Puro cuento. Su editorial, Amargord, fue la última en la que habríamos de coincidir. Aquella noche le recuerdo dándome vales para copas. Es una lástima que ahora, que ya hace mucho que mis cuarenta años también quedaron atrás, no vaya a poderle decir que yo tampoco bebo.
Publicado el 29 de diciembre de 2011 a las 09:15.